Por momentos Matea se preguntaba cómo sería no ser perfecta. Pensaba si realmente todos creían que era perfecta porque realmente lo era. El mundo la amaba, no había quien tuviese algo de indiferencia para la pobre Matea. Los que no la amaban, la envidiaban, por ser simplemente la que todos quieren ser.
Ella era bellisima, sus ojos eran grandes y verde brillante como dos gemas recién lustradas, su nariz respingada concordaba con sus femeninos labios y su cara de muñeca de porcelana. Su largo cabello negro caía en ordenados y abundantes bucles sobre su espalda. Su delgada cintura daba lugar a dos largas y estructuradas piernas que cada vez que caminaban parecían estar bailando una compleja figura de tango.
Su inteligencia era superior a la de cualquier persona de su edad y no había tema alguno del cual no pudiera discutir. Era sorpresivamente ironica y de un humor delicadísimo. Honesta y sencilla, jamás discriminaba y sus modales eran impecables.
Sin embargo hay algo que me olvido cuando les hablo de Matea, algo que la atormentaba y hacía a su gracia y belleza nulas, a su inteligencia inútil y a su perspicacia inservible. Matea estaba completamente sola. Bah, sola es solamente una forma de decir.
Tanto tiempo le llevaba su perfección a Matea, tanta atención a los pequeños detalles, tanto afán en mostrarse felíz ante los demás, que olvidó de ser feliz en serio, no en forma figurada...