lunes, 14 de julio de 2008

Ceremonia Secreta

La señorita Leonides entró en el Santísimo Sacramento, oyó (ay, distraídamente) misa, volvió a salir, desde el atrio espió los alrededores, no vio a la muchacha de luto (la muchacha de luto estaba dentro del tempo, de pie entre dos confesionarios, en un rincón penumbroso), descendió a la calle y tomó por San Martín hacia el Norte.
Atravesar la plaza le acarreó dos disgustos. El primero: aquella pareja. ¿Cómo es posible tener deseos de abrazarse y besarse en una plaza, a las ocho de la mañana? Pasó frente a ese triste espectáculo haciendo como que no lo veía. Pero oyó. Oyó la risa de la mujer. La señorita Leonides apretó los labios. Arrastrada. Arrastrada. Arrastradarrastradarrastrada.
El segundo disgusto: los muchachones. No hay, en todo el universo de galaxias y nebulosas, nada tan temible como una horda de muchachones. No se sabe cómo se forman, de dónde provienen, pero allí están, más unidos que los bulbos de una raíz, enredados en un intrincamiento de palabrotas y ademanes obsenos, adheridos unos a otros en una sola masa coralígena. Mírenlos. Se saludan a zarpazos. Casi no hablan. Se entienden con risitas, con guiños, con fórmulas en clave. Adoptan un aire sigiloso y taimado como si estuvieran tramando quién sabe qué complot. Y si una mujer pasa junto a ellos, todos la miran, ya torvamente, ya con arrogancia, como si le conocieran algún secreto y la amenazaran con divulgarlo. Pero nunca son más feroces que cuando están instalados en sus esquinas como en un aduar. Hay que ser mujer y atravesar ese campo minado para saber lo que es el ludibrio y vejamen del sexo. Créanle a la señorita Leonides.
Y bien; su ojo de lince le descubrió desde lejos el peligro. Una banda de muchachones venía a su encuentro. La señorita Leonides dio media vuelta por donde había venido. Tuvo que pasar otra vez frente a la pareja (y la mujer, otra vez se rió provocativamente. "Me gustaría verte muerta", pensó la señorita Leonides), tuvo que bajar escalones, subir escalones, caminar varias cuadras de más. Pero todo es preferible.

en Ceremonia Secreta, Marco Denevi, 1960