
miércoles, 6 de febrero de 2008
Dedicado al Sr Rosset

lunes, 4 de febrero de 2008
El Laburito
cuento completo
Era temprano esa mañana de otoño. Juan se levantó a regañadientes. Llovía a cántaros desde la noche anterior. Sus ojos grises dieron un vistazo rápido hacia la ventana. Se levantó muy despacio y se dirigió al baño a paso de tortuga. Al salir de la galería sintió que el granizo que caía sobre los muebles del jardín que había comprado la semana anterior. Entró en el baño. Mientras se lavaba la cara pensaba en su posición actual, que no era la mejor.
Si me hubiera quedado con mis viejos... al vez hubiera seguido la universidad. Hubiera sido abogado o algo asi. No hubiera terminado como ahora, viviendo dónde el diablo perdió el poncho, en una casa más vieja que la humedad... bueno, tal vez sean de la misma época; se hicieron amigos y por más obrero que vega no se van a separar...
Se dirigió a la cocina, quería tomarse un café con leche o algo así. Sonó el telefono, él atendió.
- Hola... si...
- Pibe, te conseguí un trabajito, sabés... - dijo áspera la voz en el teléfono
- Para flaco... ¿Así de la nada me decís esto?
- No te podés abrir así como así, no te vamos a tratar como a un rey, es tu laburo y tenés que hacerlo.
- ¿Cuándo? - ahí se dio cuenta de cuanto detestaba su trabajo.
- Hoy a las tres de la tarde.
Las cartas estaban echadas.
Juan colgó el teléfono. Se cambió en un santiamén, tratando de seguir al pie de la letra las instrucciones que su jefe le daba siempre.
Se sentó en el living, viendo llover. De repente un ruido le partió la cabeza en dos. El reloj indicaba que ya era la hora de salir. Al poco tiempo llegó al lugar pactado. Allí estaba el sujeto ¿Quién sería? Se acercó despacio y le dió la peor golpiza que el hombre podría haber tenido. Finalmente tomó un cuchillo y lo mató a sangre fría. De pronto escuchó voces. Salió corriendo.
- ¡Uy! ¡Dios mio! ¡Está muerto! - dijo un hombre tan anonimo como el muerto
¿Qué querés que haga? Este es mi laburo macho... pensó Juan mientras caminaba por la calle desolada que lo llevaría nuevamente a un lugar seguro.
invierno de 2002.-
Era temprano esa mañana de otoño. Juan se levantó a regañadientes. Llovía a cántaros desde la noche anterior. Sus ojos grises dieron un vistazo rápido hacia la ventana. Se levantó muy despacio y se dirigió al baño a paso de tortuga. Al salir de la galería sintió que el granizo que caía sobre los muebles del jardín que había comprado la semana anterior. Entró en el baño. Mientras se lavaba la cara pensaba en su posición actual, que no era la mejor.
Si me hubiera quedado con mis viejos... al vez hubiera seguido la universidad. Hubiera sido abogado o algo asi. No hubiera terminado como ahora, viviendo dónde el diablo perdió el poncho, en una casa más vieja que la humedad... bueno, tal vez sean de la misma época; se hicieron amigos y por más obrero que vega no se van a separar...
Se dirigió a la cocina, quería tomarse un café con leche o algo así. Sonó el telefono, él atendió.
- Hola... si...
- Pibe, te conseguí un trabajito, sabés... - dijo áspera la voz en el teléfono
- Para flaco... ¿Así de la nada me decís esto?
- No te podés abrir así como así, no te vamos a tratar como a un rey, es tu laburo y tenés que hacerlo.
- ¿Cuándo? - ahí se dio cuenta de cuanto detestaba su trabajo.
- Hoy a las tres de la tarde.
Las cartas estaban echadas.
Juan colgó el teléfono. Se cambió en un santiamén, tratando de seguir al pie de la letra las instrucciones que su jefe le daba siempre.
Se sentó en el living, viendo llover. De repente un ruido le partió la cabeza en dos. El reloj indicaba que ya era la hora de salir. Al poco tiempo llegó al lugar pactado. Allí estaba el sujeto ¿Quién sería? Se acercó despacio y le dió la peor golpiza que el hombre podría haber tenido. Finalmente tomó un cuchillo y lo mató a sangre fría. De pronto escuchó voces. Salió corriendo.
- ¡Uy! ¡Dios mio! ¡Está muerto! - dijo un hombre tan anonimo como el muerto
¿Qué querés que haga? Este es mi laburo macho... pensó Juan mientras caminaba por la calle desolada que lo llevaría nuevamente a un lugar seguro.
invierno de 2002.-
domingo, 3 de febrero de 2008
¿Qué Diría?
¿Qué diría la gente, recortada y vacía,
Si en un día fortuito, por ultra fantasía,
Me tiñera el cabello de plateado y violeta,
Usara peplo griego, cambiara la peineta
Por cintillo de flores: miostis o jazmines,
Cantara por las calles al compás de violines,
O dijera mis versos recorriendo las plazas
Libertado mi gusto de vulgares mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.
Alfonsina Storni, El Dulce Daño, 1918
Si en un día fortuito, por ultra fantasía,
Me tiñera el cabello de plateado y violeta,
Usara peplo griego, cambiara la peineta
Por cintillo de flores: miostis o jazmines,
Cantara por las calles al compás de violines,
O dijera mis versos recorriendo las plazas
Libertado mi gusto de vulgares mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.
Alfonsina Storni, El Dulce Daño, 1918
El Almohadón de Plumas
cuento completo
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por una parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses - se habían casado en abril - vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rigido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en la que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso - frisos, columnas y estatuas de mármol - producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella senación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza, que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto, Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos echandole los brazos al cuello. Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente, aparecio desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanzo absolutos.
- No sé - le dijo a Jordán en la puerta de calle -. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llamame en seguida.
Al día siguiente, Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, del todo inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces encendidas y en pleno silencio. Pasabámos horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba, Jordán vivía casi en la sala. También con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniendose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego al ras del suelo. La jóven, con ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
- ¡Jordán! ¡Jordán! - clamó, rigida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio y al verlo aparecer, Alicia lanzó un alarido de horror.
- ¡Soy yo, Alicia, soy yo! -
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en si. Sonrió y tomo entre las suyas la mano de su marido, acariciandola por media hora, temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrandose día tras día, hora tras hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta, Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasandose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
- Pst... - se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer...
- ¡Sólo eso me faltaba! - resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiendose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día, no avanzaba su enfermedad pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que unicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día éste hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, no aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y en la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía mas que el delirio monotono que salia de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió por fin. La sirvienta cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
- ¡Señor! - llamó a Jordán en voz baja - en el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre áquel. En efecto, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia se veían manchitas oscuras.
- Parecen picaduras - murmuró la sirvienta, después de un rato de inmóvil observación.
- Levántelo a la luz - le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a áquel, líbida y temblando. Sin saber porqué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
- ¿Qué hay? - murmuró con la voz ronca.
- Pesa mucho - articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó, pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dió un grito de horror con toda la boca abierta, llevandose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendose lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado, que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche tras noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca - su trompa, mejor dicho - a la sienes de áquella, chupandole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remosión diaria del almohadón, sin duda, había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la jóven no pudo moverse la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parasitos de las aves diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones erormes. La sangre humana parece serles particularmente favorables, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
en Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte, Horacio Quiroga, 1917
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por una parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses - se habían casado en abril - vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rigido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en la que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso - frisos, columnas y estatuas de mármol - producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella senación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza, que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto, Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos echandole los brazos al cuello. Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente, aparecio desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanzo absolutos.
- No sé - le dijo a Jordán en la puerta de calle -. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llamame en seguida.
Al día siguiente, Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, del todo inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces encendidas y en pleno silencio. Pasabámos horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba, Jordán vivía casi en la sala. También con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniendose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego al ras del suelo. La jóven, con ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
- ¡Jordán! ¡Jordán! - clamó, rigida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio y al verlo aparecer, Alicia lanzó un alarido de horror.
- ¡Soy yo, Alicia, soy yo! -
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en si. Sonrió y tomo entre las suyas la mano de su marido, acariciandola por media hora, temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrandose día tras día, hora tras hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta, Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasandose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
- Pst... - se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer...
- ¡Sólo eso me faltaba! - resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiendose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día, no avanzaba su enfermedad pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que unicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día éste hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, no aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y en la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía mas que el delirio monotono que salia de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió por fin. La sirvienta cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
- ¡Señor! - llamó a Jordán en voz baja - en el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre áquel. En efecto, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia se veían manchitas oscuras.
- Parecen picaduras - murmuró la sirvienta, después de un rato de inmóvil observación.
- Levántelo a la luz - le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a áquel, líbida y temblando. Sin saber porqué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
- ¿Qué hay? - murmuró con la voz ronca.
- Pesa mucho - articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó, pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dió un grito de horror con toda la boca abierta, llevandose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendose lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado, que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche tras noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca - su trompa, mejor dicho - a la sienes de áquella, chupandole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remosión diaria del almohadón, sin duda, había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la jóven no pudo moverse la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parasitos de las aves diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones erormes. La sangre humana parece serles particularmente favorables, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
en Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte, Horacio Quiroga, 1917
viernes, 1 de febrero de 2008
hospital.
Natalia no pensaba; permanecía callada, ausente, como una autista. Escuchó una voz, alzó la vista y vió al hombre que la había llevado al hospital, su novio de turno.
- Bueno linda, me voy a tener que ir... pasé mucho tiempo acá ya. Tengo que ir a mi casa, creo que mi mujer empieza a sospechar que tengo una amante y sería una vergüenza para el country. Cuando salgas de acá llamame y nos vemos si querés.
- Llamá a mi hija... yo tengo una hija.- Él ya no estaba más, se había ido, como se habían ido todos hasta ahora.
- ¿Tenés una hija? Yo también tengo una, una bebita hermosa...
Natalia corrió su cabeza para ver de dónde venía la voz, era de la jovencita que estaba a su derecha. Morocha, de cabello largo, tez oscura, razgos gitanos. Ella la vió allí, luchando por cada bocanada de aire, moviendo vigorosamente su pecho. A pesar de todo el dolor que estaría sintiendo había una sonrisa dibujada en su rostro al hablar de su hija.
- ¿La buscaste? Digo... ¿buscaste quedar embarazada de tu hija? - preguntó Natalia.
- Sí, pero como la tuve muy jóven hubo un cambio hormonal muy importante en mi, por eso se me generó el asma. Igual no me importa, por lo menos tengo a mi linda bebita conmigo.
- ¿Cómo se llama la nena?
- Perla... ¿La suya?
- Dalila. Se llama Dalila. Como la bella filistea que enamoró a Sansón.
La gitana le sonrió, no conocía las historias de la Biblia. A ella tampoco le importaban demasiado aquellas, pero por algún extraño motivo alguien le había demostrado de pequeña que una mujer que sepa utilizar bien sus armas puede dominar hasta el hombre más fuerte. Ella nunca pudo retener a ninguno de todos los hombres a los que amó, por eso, como un pequeño acto de amor le dio a su hija el nombre de la mujer mas seductora de la Biblia, esperando que ella tuviese un poco más de suerte en el amor.
- Bueno linda, me voy a tener que ir... pasé mucho tiempo acá ya. Tengo que ir a mi casa, creo que mi mujer empieza a sospechar que tengo una amante y sería una vergüenza para el country. Cuando salgas de acá llamame y nos vemos si querés.
- Llamá a mi hija... yo tengo una hija.- Él ya no estaba más, se había ido, como se habían ido todos hasta ahora.
- ¿Tenés una hija? Yo también tengo una, una bebita hermosa...
Natalia corrió su cabeza para ver de dónde venía la voz, era de la jovencita que estaba a su derecha. Morocha, de cabello largo, tez oscura, razgos gitanos. Ella la vió allí, luchando por cada bocanada de aire, moviendo vigorosamente su pecho. A pesar de todo el dolor que estaría sintiendo había una sonrisa dibujada en su rostro al hablar de su hija.
- ¿La buscaste? Digo... ¿buscaste quedar embarazada de tu hija? - preguntó Natalia.
- Sí, pero como la tuve muy jóven hubo un cambio hormonal muy importante en mi, por eso se me generó el asma. Igual no me importa, por lo menos tengo a mi linda bebita conmigo.
- ¿Cómo se llama la nena?
- Perla... ¿La suya?
- Dalila. Se llama Dalila. Como la bella filistea que enamoró a Sansón.
La gitana le sonrió, no conocía las historias de la Biblia. A ella tampoco le importaban demasiado aquellas, pero por algún extraño motivo alguien le había demostrado de pequeña que una mujer que sepa utilizar bien sus armas puede dominar hasta el hombre más fuerte. Ella nunca pudo retener a ninguno de todos los hombres a los que amó, por eso, como un pequeño acto de amor le dio a su hija el nombre de la mujer mas seductora de la Biblia, esperando que ella tuviese un poco más de suerte en el amor.
Paranoia
"Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese caso bastaría con una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación!¡Qué fácil se volvía todo, qué amable! El encandilamiento me impidió ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en aquél momento que encontrar a un amigo suyo era tan difícil como encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si sabía quien era ella, ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso, buscar a un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso: ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y lo deseché: me avergonzó el solo imaginar que hacía preguntas de esa naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue."
Ernesto Sábato, El Túnel, 1948
Quedaba el camino inverso: ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y lo deseché: me avergonzó el solo imaginar que hacía preguntas de esa naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue."
Ernesto Sábato, El Túnel, 1948
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